Siria. Revolución, sectarismo y yihad

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‘Yo o el caos’. Este es el mensaje que el presidente Bashar al-Asad ha lanzado una y otra vez desde el inicio de la revolución siria en marzo de 2011, cuando cientos de miles de personas desafiaron al régimen tomando calles y plazas para demandar, de manera pacífica, libertades y reformas, al igual que había ocurrido previamente en Túnez, Egipto, Libia, Yemen o Bahréin. Al contrario que en otros países, estas movilizaciones no propiciaron un cambio político. Más bien ocurrió todo lo contrario, puesto que el régimen reprimió con extrema dureza las marchas populares y recurrió al sectarismo para enfrentar a los diferentes componentes de la sociedad siria. El ‘conmigo o contra mí’ se convirtió en la máxima de Bashar al-Asad, que no dudó en dividir a la sociedad manipulando su heterogeneidad confesional con la intención de mantenerse en el poder.

Lo que empezó siendo una revolución popular se convirtió en unos meses en una confrontación civil a gran escala. La intensificación de la represión llevó a la oposición a recurrir a las armas para defender las poblaciones alzadas. Tras la muerte de centenares de manifestantes, la revolución siria se militarizó. En un primer momento, el Ejército Libre Sirio abanderó a las diferentes milicias armadas que surgieron en buena parte del territorio, aunque a partir de 2012 se vio obligado a compartir el protagonismo con las diferentes facciones islamistas que ganaron terreno gracias al generoso patrocinio que obtuvieron de las petromonarquías del golfo Pérsico.


A medida que la autoridad del régimen se desmoronaba, Bashar al-Asad recurrió a métodos cada vez más expeditivos para tratar de frenar el avance rebelde. Las matanzas se generalizaron, así como el empleo de misiles balísticos, barriles explosivos e, incluso, armas químicas para castigar a las poblaciones alzadas. El régimen también recurrió a los castigos colectivos mediante la imposición de asedios en los que se impedía el acceso de alimentos, medicinas y ayuda humanitaria con el propósito de doblegar su resistencia. Esta estrategia de tierra quemada tuvo un elevado coste en términos humanos y provocó un masivo éxodo de la población civil.

Hoy en día, la situación está fuera de todo control y Siria ha quedado dividida entre el régimen, las facciones rebeldes, los peshmerga kurdos y los grupos yihadistas, que han aprovechado el vacío de poder y el caos imperante para irrumpir en el país. Lo más preocupante es que no existe razón alguna para pensar que la tempestad vaya a amainar en el corto plazo, dados los planteamientos irreconciliables de los contendientes. Mientras que Bashar al-Asad tacha de terrorista a todo aquel que se opone a su cruento régimen, los insurgentes interpretan que el todavía presidente debería ser juzgado por los crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados por su ejército y sus servicios de seguridad.

La indiferencia occidental ante el descenso a los infiernos de Siria abrió el camino a las potencias regionales. En la actualidad, Irán y Arabia Saudí, conscientes de que Siria es la llave para extender su influencia en el conjunto de Oriente Próximo, están librando una guerra por la hegemonía regional a través de actores interpuestos. Irán interpreta que la supervivencia de Bashar al-Asad es prácticamente un asunto de seguridad nacional y que su caída debilitaría al Hezbollah libanés. Arabia Saudí considera, por su parte, que debe recuperar el terreno perdido en la región desde 2003, cuando la invasión norteamericana de Irak entregó las llaves de Bagdad a Irán. También otros actores regionales, como Turquía y Qatar, intervienen activamente en Siria financiando a diversos grupos armados, que compiten entre sí para ganarse el respaldo de sus patrocinadores.

A medida que los insurgentes se hicieron más poderosos y conquistaron mayores porciones de territorio, el régimen pasó a depender cada vez más de sus aliados. En un principio, Rusia proporcionó cobertura diplomática y respaldo militar a Bashar al-Asad resucitando una alianza nacida en plena Guerra Fría. El avance rebelde hacia la costa mediterránea en verano de 2015 encendió todas las alarmas y provocó la intervención militar rusa, que permitió recuperar parte del terreno perdido por el régimen. 

Además de este sólido respaldo ruso-iraní, otra de las razones que explican la resiliencia de Bashar al-Asad es la incapacidad de los diferentes grupos opositores de formar un frente unido. Las plataformas opositoras, como el Congreso Nacional Sirio o la Coalición Nacional de Fuerzas de la Revolución y la Oposición Sirias, disponen de escasa credibilidad en el interior del país y han quedado bajo la tutela qatarí o saudí, dos fuerzas que no simpatizan precisamente con los principios revolucionarios que desataron el levantamiento popular. El Ejército Libre Sirio ha ido perdiendo protagonismo, mientras que las milicias salafistas de Ahrar al-Sham y el Ejército del Islam han ganado peso gracias al respaldo de las petromonarquías del golfo Pérsico. También EEUU ha intentado contar con sus propios peones en el tablero sirio y ha financiado a diferentes grupos armados como las Fuerzas Democráticas Sirias, una heterogénea coalición liderada por los peshmerga kurdos.

Esta caótica situación ha convertido a Siria en un polo de atracción para los yihadistas internacionales. El desmoronamiento del régimen y el vacío político resultante han permitido la irrupción de dos fuerzas yihadistas emparentadas con al-Qaeda: el Frente al-Nusra (que en julio de 2016 pasó a denominarse el Frente de la Victoria del Levante), netamente sirio, y el autodenominado Estado Islámico en Irak y Siria (más conocido por sus siglas en inglés ISIS), integrado por yihadistas internacionales. Su agenda sectaria representa una grave amenaza para las minorías religiosas y étnicas, que representan una tercera parte de la población.

La irrupción del ISIS fue aprovechada por las potencias internacionales para intervenir en Siria. En el verano de 2014, EEUU se puso al frente de una coalición internacional que golpeó las posiciones del grupo terrorista tanto en Irak como en Siria. Rusia también utilizó el mismo pretexto para justificar su intervención en otoño de 2015, aunque pronto se evidenció que su objetivo no era otro que apuntalar a un régimen en horas bajas. En ambos casos, los intereses de dichas potencias van mucho más allá del ISIS, ya que lo que pretenden es afianzar su presencia en una zona de especial relevancia geoestratégica y, sobre todo, que sus respectivos intereses sean respetados en un eventual acuerdo que ponga fin a la guerra.

El gran juego sirio tampoco se entiende sin aludir al factor energético. Aunque Siria nunca ha sido un gran productor de petróleo, su territorio siempre ha sido codiciado por las potencias petrolíferas al representar un puente de comunicación entre el golfo Pérsico y el mar Mediterráneo. No en vano, el primer golpe de estado en la Siria independiente, perpetrado en 1949 por Husni al-Zaim con la ayuda de la CIA, se explicaba en gran medida por la necesidad de poner en marcha el oleoducto Tapline, que exportaba un tercio de la producción saudí por el puerto libanés de Sidón. Hoy en día, Qatar, uno de los principales productores mundiales de gas, aspira a construir un enorme gaseoducto hasta Turquía para abaratar sus exportaciones, lo que explicaría su activa implicación en la guerra. Este proyecto tendría un gran perjudicado: la compañía estatal rusa Gazprom, que hoy en día abastece una cuarta parte de la demanda de gas en Europa. También es pertinente recordar que la compañía rusa Soyuzneftegaz ha firmado un jugoso contrato de 25 años de duración para explotar las reservas petroleras y gasísticas de la costa siria, donde según distintas fuentes podría encontrarse la principal bolsa de gas mundial. Por su parte, Irán promueve un gran oleoducto de 1.500 kilómetros que atraviese los territorios sirio e iraquí, cuyos regímenes se encuentran hoy en día bajo su tutela, para abastecer al mercado europeo, lo que estrecharía las relaciones entre la UE e Irán y representaría un duro golpe para su principal rival regional: Arabia Saudí. 

A estas alturas parece claro que la injerencia de todas estas fuerzas, en su mayoría contrarrevolucionarias, ha sido sumamente nociva para la revolución siria, ya que ha acentuado el sectarismo y ha contribuido a la devastación del país. El resultado de esta guerra multidimensional es bien conocido: la mayor catástrofe humanitaria registrada en Oriente Próximo en lo que va de siglo. Cuando se escribían estas líneas, en otoño de 2016, la guerra ya había costado la vida a entre 330.000 y 470.000 personas, según diferentes estimaciones. Además, seis millones de sirios se habían convertido en refugiados en los países del entorno (sobre todo en Turquía, Líbano y Jordania) o Europa (donde más de un millón de sirios habría pedido asilo) y otros nueve millones en desplazados internos. Para Antonio Guterres, que durante años desempeñó el cargo de Alto Comisionado de ACNUR, se trataba de “la crisis más peligrosa para la paz y la seguridad global desde la Segunda Guerra Mundial”. La devastación de buena parte del país como resultado de la estrategia de tierra quemada adoptada por el régimen hace inviable su retorno en el corto plazo. 

A pesar de la agudización de la tragedia siria, la comunidad internacional se ha mantenido impasible. La UE reaccionó tarde y mal a pesar de que Siria es un país mediterráneo y que el agravamiento de la situación podría provocar, como muchos advirtieron desde un principio, la desestabilización de toda la región. A partir del verano de 2015, cientos de miles de refugiados sirios llamaron a las puertas de Europa debido a una combinación de factores, entre los que se encontraban el agravamiento de la situación sobre el terreno, la reducción de las ayudas prestadas por los organismos internacionales y la ausencia de expectativas en torno a una solución negociada del conflicto. Los atentados de París del 13 de noviembre de 2015, a los que siguieron otros en Bruselas y Niza, no alteraron una política exterior europea incapaz de aliviar el sufrimiento de la población civil y de presionar a las partes del conflicto para que resolvieran sus diferencias en la mesa de negociaciones.


El hecho de que algunos países occidentales empiecen a ver a Bashar al-Asad como un mal menor ante la irrupción en escena del ISIS es una evidencia más de la errática estrategia seguida en estos últimos años y que se ha basado en la gestión de la crisis y no en la resolución del conflicto y la intervención humanitaria. En los primeros compases de la revolución siria era frecuente encontrarse en los muros de las ciudades alzadas objeto de las razias de las fuerzas del régimen: ‘O al-Asad o incendiamos el país’. Eso es lo que han hecho desde 2011 ante el silencio cómplice de la comunidad internacional.

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