Siria: cinco años después

El pasado viernes publiqué en el diario El País este artículo sobre el quinto aniversario del inicio de las movilizaciones populares contra Bashar El Asad y la(s) guerra(s) que vienen devastando el país. La ilustración es de Eulogia Merle.



 
La guerra siria ha entrado en una fase de no retorno. Cinco años después de la convocatoria de las primeras manifestaciones contra Bashar El Asad, la situación está fuera de todo control como demuestra la magnitud de la tragedia: cinco millones de refugiados, siete millones de desplazados y una horquilla de muertes que oscila entre los 300.000 y 470.000 según las diferentes estimaciones. Lo más preocupante es que no existen razones para pensar que la tempestad vaya a amainar en el corto plazo. A pesar de que el frágil alto el fuego alcanzado podría invitarnos a pensar lo contrario, los planteamientos de los contendientes siguen siendo del todo irreconciliables.

Los países occidentales han reaccionado tarde y mal a esta crisis. Sólo cuando vieron las orejas al lobo, con los atentados yihadistas de París y la llegada de cientos de miles de refugiados a su territorio, salieron de su ensimismamiento y activaron la vía diplomática. Un día después de la masacre en la capital francesa, el Grupo Internacional de Acción para Siria subrayaba “la urgente necesidad de poner fin a los sufrimientos del pueblo sirio, a la destrucción del país, a la desestabilización de la región y al aumento del número de terroristas participantes en acciones bélicas”.

La resolución 2.254 del Consejo de Seguridad, aprobada el 23 de diciembre, planteó una hoja de ruta para tratar de cerrar el círculo vicioso en el que nos encontramos: un proceso de transición y un alto el fuego que deberían simultanearse en el tiempo. No obstante, esta propuesta parece poco realista, ya que se basa en el establecimiento de un gobierno de unidad nacional con poderes ejecutivos en un plazo de seis meses y la celebración de unas elecciones libres bajo supervisión de las Naciones Unidas en un año y medio, objetivos poco viables. Según la citada resolución, todas las partes de la negociación, de la que se excluye expresamente a los grupos yihadistas, deberían comprometerse a preservar la unidad territorial siria y la laicidad del sistema.

Se trata de una fórmula similar a la planteada en Ginebra en 2012, pero hoy en día la situación sobre el terreno ha cambiado de manera drástica. El régimen está en una posición de fuerza tras la intervención rusa que le ha permitido recuperar parte del terreno perdido. Cuando se planteó dicha iniciativa el Frente Al Nusra, sucursal siria de Al Qaeda, era irrelevante y ni tan siquiera existía el autodenominado Estado Islámico, que ahora domina la cuenca del Éufrates. Otro tanto puede decirse de las Unidades de Protección Populares, que controlan el Kurdistán sirio, y que han sido incompresiblemente excluidas de las negociaciones.

La resolución 2.254 apuesta por la ambigüedad constructiva en lo que se refiere al futuro de El Asad. Mientras que buena parte de la comunidad internacional le considera el principal responsable de los crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados por su ejército, Rusia e Irán, sus principales aliados, sigan apostando por su mantenimiento en el cargo que consideran vital para preservar sus intereses regionales. En los últimos meses, los países occidentales han ido modulando su discurso y ahora admiten que conserve la presidencia durante la fase de transición. Incluso hay quienes empiezan a considerarle como un mal menor ante el avance del Estado Islámico, lo que es un verdadero despropósito si tenemos en cuenta que el régimen es el responsable de la mayoría de las víctimas civiles, buena parte de ellas provocadas por los barriles explosivos lanzados sobre áreas densamente pobladas. Diversas organizaciones de derechos humanos no han dejado de denunciar durante estos cinco años las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y el uso generalizado de la tortura en las cárceles sirias.

Frente a este escollo insalvable, en otros ámbitos sí que se aprecian avances. Probablemente el más esperanzador sea el frágil alto el fuego iniciado el pasado 27 de febrero. A pesar de los habituales incumplimientos, lo cierto es que los enfrentamientos y bombardeos se han reducido de manera drástica lo que podría traducirse en una reducción del número de víctimas y en el avance de las negociaciones de Ginebra que, dicho sea de paso, hasta el momento no han sido más que un diálogo de sordos.

Otro aspecto positivo es el acceso de las organizaciones humanitarias a diversas localidades asediadas (sobre todo por parte del régimen y los grupos yihadistas) en las que malviven unas 400.000 personas. Los cooperantes ya han entrado en poblaciones como Madaya, a tan sólo 45 kilómetros de Damasco, donde se han encontrado con escenas dantescas y medio centenar de muertos por desnutrición. No obstante todavía queda mucho camino por andar, puesto que en 2015 las Naciones Unidas sólo pudieron ofrecer ayuda sanitaria al 3,5 % de la población asediada y proveer alimentos al 0,7 %. Todo ello a pesar de que el artículo 8 del Estatuto de Roma considera un crimen de guerra “el hacer padecer intencionalmente hambre a la población civil como método de guerra, privándola de los objetos indispensables para su supervivencia, incluido el hecho de obstaculizar intencionalmente los suministros de socorro de conformidad con los Convenios de Ginebra”.

Más allá de estos limitados progresos, el principal motivo de preocupación es que las diferencias entre los contendientes continúan siendo abismales y ninguna parte parece dispuesta a presentar concesiones de calado. El Asad sigue tachando de terroristas a todos quienes se oponen a su permanencia en el poder y combatiéndolos a sangre y fuego. La heterogénea oposición, agrupada en el Alto Comité de Negociación apadrinado por Arabia Saudí, depende económicamente de las petromonarquías del golfo Pérsico, mucho más preocupadas por el creciente poderío de Irán en Oriente Próximo que por el futuro de la población siria. 

Los países occidentales, por su parte, siguen guiándose por el cortoplacismo y no parecen haber extraído ninguna lección de su nefasta gestión de la crisis siria. Si el año pasado la prioridad parecía ser la lucha contra el Estado Islámico, hoy en día preocupa especialmente la llegada de cientos de miles refugiados al territorio europeo. El futuro de El Asad sigue siendo considerado un asunto menor cuando en realidad representa el nudo gordiano del problema. Si en el combate contra los yihadistas se han registrado avances evidentes, el éxodo sirio por el contrario se ha agravado como consecuencia de la intensificación de los bombardeos sobre la población civil. La condición indispensable para frenarlo pasa por el éxito de las negociaciones de Ginebra y la expulsión de las huestes yihadistas, algo que hoy por hoy no deja de ser política ficción.

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